domingo, 28 de abril de 2013

CUENTO CONEJO


MAMÁ CONEJO EN EL HOSPITAL. CARLOS MANUEL DA COSTA CARBALLO


Érase una vez un muñeco con forma de conejo al que todos llamaban Mamá Conejo. Seguro que os estaréis preguntando, gente menuda, que ¿quién es esa Mamá Conejo ?, ¿verdad ?.
Pues bien. Mamá Conejo es un muñeco, mejor dicho es uno de esos mordedores de los que utilizáis cuando os están saliendo los dientes para aliviar el dolor de las encías. Su cabecita es de plástico, mientras que sus orejas y su cuerpecito es de tela. Pero ¿por qué es Mamá Conejo, y no Papá Conejo ?. Muy fácil. Sus patitas son rosas, y el interior de sus grandes orejotas también. Tiene además un corazoncito pintado en su pijama azul, rosa. Por lo tanto, es Mamá Conejo. ¡Alguna duda !. Bien, prosigamos.

Mamá Conejo pertenecía a una hermosa niña de cabellos amarillos y profunda mirada azul, y era su muñeco preferido. Pero un día, la niña se puso malita, muy malita y sus padres, preocupados durante todo el día, la tuvieron que llevar al hospital, pues no mejoraba. Varias horas de espera en urgencias, y al final:  ¿Son ustedes los padres ?, preguntó el doctor a los papás de María, que así se llamaba la preciosa niña. - Sí, ¿qué tiene doctor nuestra bebita?, preguntaron éstos angustiados, debe quedarse ingresada. Una semana. Tal vez... dos. ¿Pero qué tiene doctor?, insistieron los padres. - Neumonía, les comunicó fría y escuetamente el doctor. ¡Neumonía !. Parecía el fin del mundo para los desdichados padres de María. Neumonía, ¿cómo puede una bebita de seis meses tener neumonía?, se preguntaban sin dar crédito al diagnóstico que les acababan de anunciar.

De urgencias subieron a la primera planta, donde se encontraba el servicio de pediatría. Dos enfermeras muy solícitas acudieron a coger a la niña en cuanto entraron por la puerta. Dos enfermeras muy amables y simpáticas. La tomaron en sus brazos, le aplicaron una mascarilla de oxígeno y la pincharon en una de sus minúsculas venitas para ponerle el tratamiento, mientras que los padres, en un rincón, se consolaban mutuamente. Finalmente uno de ellos tuvo que marcharse. Pasaron dos días. De noche, Mamá Conejo preguntaba a los otros muñecos: - ¿No os parece extraño que María no juegue con nosotros ?. ¿Alguno de vosotros la ha visto desde hace dos o tres días ?

- Igual se ha cansado ya de nosotros, o tiene muñecos nuevos, respondió ZipiRipi, un muñeco de goma que en sus ratos libres ejercía de jardinero con su regadera amarilla. - A lo mejor se ha ido a otra casa, comentaron Payasete, un mordedor que sólo tenía cabeza con pelo amarillo y narizota y boca rojas, y el Elefantito de la pajarita. - Es posible que ya no nos quiera, decía muy triste uno de los gemelos Papá Conejo. El otro, no hacía más que llorar.

- Es extraño, volvía a insistir Mamá Conejo. Sí, muy extraño. Si se hubiera ido a otra casa, nos hubiera llevado. Si tuviese otros amiguitos como nosotros, los veríamos. ¡Debe de ser otra la razón! Hay que averiguar ¿qué pasa? - ¿Cómo?, preguntaron todos a la vez no sin cierta sorpresa. - ¡Hummm, hummm !. Dejadme pensar, dijo Mamá Conejo, mientras movía sus grandes orejotas, pues así pensaba mejor, decía. ¡Ya lo tengo!, dijo casi gritando, tanto que asustó a los demás.

- Si recordáis, últimamente solo viene uno de sus padres a dormir todas las noches. No paran de dar vueltas y tardan muchísimo en dormirse, y si lo consiguen, no paran de hablar en sueños. - Y que, si no nos podemos enterar de que hablan, dijo Payasete mientras sacaba brillo a su narizota roja. - Solamente debemos ir hasta la cabecera de la cama y escuchar, comentó escuetamente Mamá Conejo.

- Así de fácil. ¿Cómo?, si somos muñecos, ¿o es que te has vuelto loca?, le contestó preguntando ZipiRipi. - Tú los has dicho, empezó hablar de nuevo Mamá Conejo. Como somos muñecos y estamos en un cuento, podemos hacer lo que queramos. - ¡Anda !, pues es verdad, se admiró al decirlo uno de los Papás Conejo, el llorón para ser más exactos. ¡Que tontos hemos sido !, se decía ZipiRipi esgrimiendo una gran sonrisa. En esa misma noche, cuando el papá de María se acostó, sin cenar, muy preocupado, angustiado por la salud de su hijita, cuando estaba medio adormecido, creyó escuchar una vocecita que le preguntaba: - ¿Qué le pasa a María ?. ¿Dónde está? ¿Por qué ya no juega con nosotros? El papá de María se dio media vuelta y no prestó atención, mientras seguía gimiendo por una de sus chicas preferidas, como les decía a María y a mamá. Pero las vocecillas no desistieron : ¿Qué le pasa a María ?. ¿Dónde está ?. ¿Por qué ya no juega con nosotros? - Está en el hospital muy enferma, balbuceó casi imperceptiblemente el papá de María.

Todos los muñecos se arremolinaron alrededor de Mamá Conejo, angustiados, preocupados: - Habéis oído, comentó uno de ellos.- Sí, sí, le contestaron los demás. ¡Pobrecilla!. - Hay que ir al hospital, dijo en ese preciso momento Mamá Conejo, con decisión. Vamos, que era incuestionable. - Si, ¿pero cómo vamos a ir?, le preguntaron los demás con sus caritas muy tristes por la noticia, aunque conociendo, como conocían, a Mamá Conejo, sabían que ya habría pensado algo. - Igual que nos hemos enterado, contestó, y volviéndose hacia la oreja del papá de María, empezó a decir: - Mañana tienes que llevar a Mamá Conejo al hospital, pues ya había decidido que iría sola. Mañana tienes que llevar a Mamá..., siguió diciendo lo que restaba de noche. A la mañana siguiente, el papá de María se levantó muy cansado. Había tenido otra mala noche. Pensaba:- Que cansado estoy. He dormido fatal. Voy a llamar ahora mismo al hospital para ver cómo sigue mi pequeña. Tengo la sensación de haber estado hablando con alguien toda la noche, tengo la boca seca.

Al hacer el neceser con las cosas que llevaba todos los días al hospital, metió en el mismo, de forma inconsciente, mecánicamente, a Mamá Conejo, y así es como, Mamá Conejo, llegó al hospital. Al llegar, el papá de María besó a su mujer y se acercó a ver a su hijita que seguía con la mascarilla de oxígeno, con el tratamiento intravenoso, y con un evolutivo parecido: nada de mejoría. Estaba dormidita. El padre abrió el neceser para dar algo a su mujer y al ver a Mamá Conejo, de la que ya no se acordaba, la cogió para ponerla, a continuación, sobre el pechito de la niña. En ese instante, el corazoncito rosa de Mamá Conejo se iluminó, y Mamá Conejo le dijo a la bebita en voz muy baja: - María, María, despierta. He venido de parte de todos tus muñecos, ZipiRipi, los dos Papás Conejo, Payasete y Elefantito con pajarita, para decirte que te cures pronto para que vuelvas a jugar con todos nosotros. Que te queremos mucho y estamos deseando que regreses a casa. Venga María, ¡cúrate !.


La niñita abrió los ojos y dijo: - Ma...ma, ma...ma, pa...pa, pa...pa, y cogió a Mamá Conejo con el bracito en el que tenía introducida la aguja del tratamiento y la mordió las orejotas, como solía hacer cuando estaba buena. Mamá Conejo se puso muy contenta. Los padres, que habían estado hablando entre ellos en el pasillo para no molestar a la bebita, al volver a la habitación vieron como la pequeña María estaba pataleando de contenta, como estaba casi engullendo a Mamá Conejo por las orejotas, como todos los aparatos que tenía enchufados se habían vuelto locos de alegría y empezaron a pitar. ¡Menudo escandalera que se formó !.

Todos estaban felices, María, su papá, su mamá, los médicos, las enfermeras y, por supuesto, Mamá Conejo. En una semana, estaba totalmente restablecida y se marchó para casa, a jugar de nuevo con todos sus muñecos. El padre siguió pensando por una temporada que aquella noche había sido muy extraña.

¡Amiguitos, amiguitos !. No creo que Mamá Conejo curase a María, pero no cabe duda de que el cariño de ella y de sus compañeros debió servir para que la dulce pequeña mejorase más rápido. Además, los muñecos, muñecos son. - ¡Eh !, Don Kiko, deja ya de contar historias y ven a jugar con nosotros y con María, le dijo ZipiRipi al gallo de trapo amarillo que respondía al nombre de Don Kiko. Y Don Kiko fue volando hasta ellos, porque los muñecos, ilusiones son.

Y, colorín colorado

miércoles, 17 de abril de 2013

CUENTO BRISADO


TURBEL, EL VIENTO QUE SE DISFRAZÓ DE BRISA. Pilar Lozano - Colombia

Erase una vez un viento cansado. Tan cansado que no era capaz de levantar los pies para dar un paso. A duras penas podía arrastrarlos. Y tenía un montón de razones para estar así. Había perdido la cuenta de los otoños que pasó, de aquí para allá, arrancando hojas de los árboles. Venía de participar en cientos de huracanes y tornados. En su larga lista de quehaceres cumplidos, figuraban también millones de tornillos desatornillados, mástiles de buques desamarrados, campos de trigo y de flores arrasados.

A estas alturas de su vida resultaban ya incontables los marineros que por Turbel –así se llamaba este viento– tuvieron que rifar las velas de sus embarcaciones. Mejor dicho, rasgarlas con un cuchillo, antes de que Turbel las destrozara. Vivió siempre tan atareado que ni siquiera tuvo un rato para sentirse agotado. Y era un viento viejo. Tenía un pocotón de años encima. Andaba ya por los 2 millones 527 mil 320. Sí, Turbel era un viento viejo que jamás había tenido tiempo para sentir fatiga. Iba arrastrando los pies, con la cabeza agachada. Así nadie notaba que estaba ojeroso, sudoroso y maltrecho. Su estado era lamentable, la verdad.

En un momento, y sin saber por qué, levantó la cara –lo hizo con dificultad– y vio una nube que atrapó su mirada y lo dejó boquiabierto. Era tan blanca, tan cálida, tan tierna... que no resistió las ganas de sentarse en ella. Y por primera vez en su larga vida, pensó que no importaba el afán, que lo único que quería era descansar. Estirarse, abrir los brazos, dar enormes bostezos; y así lo hizo. Se desplomó panza arriba y despatarrado, como si fuera un viento comodón. Se enrollaba para un lado, se enrollaba para el otro formando un ovillo. En verdad estaba tan, pero tan a gusto sobre esa nube que no le importó que los días volaran sin querer hacer nada.

Ni siquiera le hizo caso al pí-pí-pí de su reloj que le anunciaba el comienzo del otoño en Chile y Argentina. Ni se inmutó cuando escuchó la señal enviada por los vientos del norte que necesitaban su ayuda para formar un huracán. Resultaba tan placentero estar así, acunado en la nube, que terminó desconectando la alarma del reloj para que nada interrumpiera aquel deleite. No recordó tampoco el SOS de Trombondó. Así se llama un viento que vive en el lejano Chocó, un rincón del mundo donde el mar abraza a la selva y no para de llover.

Trombondó necesitaba auxilio en su tarea interminable de estrellar nubes contra la montaña y convertirlas en lluvias. Estaba un tris desalentado y no quería que por su debilidad Chocó perdiera su fama como uno de los lugares más lluviosos de la tierra. Pero Turbel prefirió seguir disfrutando de la quietud. Cuando no estaba dormido miraba en el cielo las estrellas que jugaban y las nubes pequeñas y blancas que se acercaban y alejaban al ritmo de la brisa.

Un día un aroma desconocido lo hizo incorporarse. Se asomó a una especie de balcón que tenía su nube y miró hacia abajo, hacia la tierra, pues desde allá subía la peculiar fragancia. ¡Quedó maravillado! No podía creer lo que estaba viendo. Se enderezó, se restregó los ojos y cuando recobró la calma se dedicó a observar. La tierra era una alfombra con mil verdes distintos, salpicada de rojos, lilas, morados, amarillos, blancos y rosas. – Debe de ser eso que llaman primavera. ¿Será? –alcanzó a dudar Turbel mientras se rascaba con uno de sus largos dedos la cabeza. Se arrodilló y acercó su morral de cachivaches, una verdadera caja de herramientas que siempre cargaba.

Allí llevaba muchas cosas: un par de pesas para hacer ejercicios. Con ellos templaba los músculos del pecho y ganaba fuerza para soplar; pastillas para la garganta, pues a veces se le secaba de tanto aullar; hojas de eucaliptos y menta para preparar infusiones y hacer gárgaras; una brújula para no equivocarse jamás en su manera de girar, y miles de secretos más que Turbel guardaba con celo.
Pues bien, del fondo del morral de cachivaches, sacó unos pequeños binóculos y se dedicó a fisgonear la tierra. Vio los árboles cargados con flores de todos los colores. Algunos tenían tantas y tan grandes que sus ramas encorvadas tocaban el suelo. ¡Vio también tal cantidad de pájaros revoloteando...! Parecía que llegaban de un largo viaje.

Todos cargaban al hombro un pequeño atadito, con las pertenencias más queridas. Turbel los espió unos minutos. En los árboles, descargaban su equipaje y se dedicaban a fabricar sus nidos. Ya no le cabía la menor duda: lo que estaba viendo era eso que llamaban primavera. Nunca le había sobrado un rato, para conocerla. ¡Cómo siempre viajó sin parar de aquí para allá, de norte a sur, de oriente a occidente para cumplir con puntualidad su apretada agenda!

Siguió examinando la tierra. Estaba realmente embobado. De repente vio algo que no le resultó del todo extraño: un árbol adornado de mil pinceladas lilas. Y se iluminó un recuerdo que tenía refundido en el fondo de su mollera gris: el de su abuela Brisilda. Cuando Turbel era un viento bebé ella le soplaba cuentos e historias fantásticas. La abuela fue una gran contadora de cuentos. De los lugares más remotos recibía invitaciones para arrullar con sus relatos a los vientos recién nacidos. Ella atendía con cariño cada llamado. Preparaba su equipaje: un costal pintado con lunas y estrellas, donde acomodaba los cuentos y las velas.

"Los cuentos sólo se dejan contar a la luz de una vela", decía Brisilda. Y ella tenía una vela especial para cada uno. "Vela y cuento deben ser de igual tamaño, decía, para que se apaguen al mismo tiempo y se refundan juntas en el sueño". Brisilda cargaba entonces velas cortas para los cuentos cortos, velas más largas para las historias más largas.

Cuando estaba lista se amarraba un pañuelo a la cabeza. Le gustaba que durante el viaje, las brisas jugaran con su cabello y le despejaran la cara. Una cara tan dulce que parecía hecha de algodón de azúcar. Pues bien, la abuela Brisilda le habló con frecuencia a su nieto de los cerezos en flor: "Un árbol que en primavera se llena de pinceladas lilas y moradas: están suspendidas en el aire, como sostenidas de la nada". Así los describía. Estas pinceladas lograban embrujar a Brisilda.

"Sí, claro", pensó Turbel –mientras buscaba un acomodo que le permitiera curiosear mejor–: "Esos son los cerezos en flor". Los miró y los miró largo rato. ¡Eran tan frágiles, tan hermosos! Le pasó igual que a la abuela: quedó embelesado. Tuvo que enredarse en la baranda del balcón para no caer al vacío. ¡Estaba tan conmovido! Y por primera vez en sus 2 millones 527 mil 320 años le dieron ganas de no ser un viento rápido destrozón.

Abrió de nuevo los ojos –los había cerrado de la emoción– y volvió a mirar hacia la tierra. Este viento en verdad estaba hipnotizado. Y descubrió a una niña de trenzas negras y vestido de flores lilas, rojas y verdes. Se entretenía tratando de adivinar su cara reflejada en un charco de agua de lluvia. Hasta los oídos de Turbel llegó el rumor de una canción que entonaba la niña. Formó una especie de caracol con las manos para escuchar mejor. Esto cantaba ella: "Llora el viento en el canto de una nube sentado y sus lágrimas llueven sobre mi mejilla rodando."

Turbel sintió deseos de ser brisa para hacerle cosquillas en el cuello. Pero claro, como era un viento veloz no podía hacerlo. Y tuvo una idea. Disfrazarse de brisa. – ¿Pero cómo? –se preguntó. Y quedó pensativo. Tropezó con un problema: no estaba acostumbrado a fabricar pensamientos nuevos. Al fin y al cabo no los había necesitado en una vida en la que jamás se planteó un cambio de rumbo, un desliz. Fue tanto el esfuerzo que la cabeza le empezó a dar vueltas; le dolía. Al fin se le ocurrió una idea: taponarse la boca con una mota de nube blanca; así no soplaría tan fuerte. Le pidió a la nube que le regalara una mota para realizar su plan.

La nube le dijo inmediatamente que sí. Ella misma se encargó de elegir la más adecuada. Turbel la acomodó, con cuidado, en el bolsillo de su chaqueta: Una chaqueta especial que usan los vientos para aguantar el frío que sienten cuando corretean por el cielo. Así la tendría a mano en el momento de actuar. Organizó su equipaje, el morral de cachivaches y cuando estuvo listo le zampó un besote a la nube y partió en dirección a la tierra. Pensó que sería mejor hacer una prueba: "No vaya a resultar todo un desastre" –se dijo–. Frenó en seco. Provocó un verdadero alboroto, pues el cielo estaba anubarrado.


Sopló. Pero sopló igual a como lo había hecho durante su ya larga vida. La mota de nube blanca salió despedida, muy lejos, hecha pedazos. "No soy brisa", se dijo Turbel desconsolado. Pero no se dio por vencido. Regresó a la nube –la quería ya como a una cómplice de travesuras–, y se sentó. Y de nuevo le llegó el rumor de la canción que repetía y repetía la niña de las trenzas negras: "Llora el viento en el canto de una nube sentado y sus lágrimas llueven sobre mi mejilla rodando."

Dos inmensos lagrimones rodaron por las mejillas de este viento que tampoco había tenido nunca tiempo para llorar. Las secó con sus manazas. Frunció el ceño y así, cejijunto, se puso a pensar. Tenía que encontrar la manera de convertirse en brisa. La nube decidió ayudar a su amigo a encontrar una solución. "¡Ya sé! –gritó cuando se le ocurrió una idea–. Te amarras las piernas; así "¡no podrás correr!". Las piernas de los vientos son como dos largos velos. Amarrarlas resultó una tarea un poco complicada. Turbel se elevó; se quedó quieto suspendido en el aire con las piernas flotando.

La nube se colgó de la punta de una de ellas, se columpió hasta alcanzar la otra pierna y las amarró. Cuando Turbel intentó caminar no pudo, se enredó, tropezó y ¡plof!, se fue de narices. La nube lo mimó un rato, pues quedó un tanto magullado. Luego, de nuevo, los dos amigos, cejijuntos, se pusieron a pensar. Fue entonces cuando Turbel recordó que un día, casi un millón de años atrás, su abuela Brisilda le había regalado "El libro de las sorpresas: enciclopedia de palabras fantásticas". Era justo el momento de usarla.

Rebuscó en su morral de cachivaches. Estaba seguro de haberlo dejado en algún rincón. Sí, aún existía. Aunque era realmente añoso –sus páginas estaban amarillentas y sus letras borrosas– todavía se podía leer. Buscó la palabra clave: brisa, y encontró: airecillo. Se tomó la cabeza con las dos manos y repitió en voz alta: "Airecillo: aire lento...".

Resultó ser más sencillo de lo que imaginaba. Si quería ser brisa simplemente debía cambiar de velocidad al andar. Olvidarse de su velocidad de ráfaga, y aventurarse en el mundo con un nuevo paso. Se enderezó, echó a la espalda su morral de cachivaches, con un sonoro beso dio gracias a la nube y partió. Pronto descubrió el secreto: saborear cada paso. Uno, dos; uno dos... fue avanzando lentamente... Y fue tanto lo que alcanzó a sentir con los pies, que lo invadió el placer de liberarse del afán que lo acompañó durante casi 2 millones 527 mil 320 años...

¡Con la pisada recién estrenada Turbel sentía, una a una, las nubes que navegaban, a su lado, por el cielo!. Las pudo hasta contar con los largos dedos de sus manos: una, dos, tres, cuatro...Incluso se permitió fantasear: imaginó que una nube tenía forma de pájaro, que aquella de más allá era igualita a una cometa. Y cerró los ojos del susto, pues vio a una que parecía un fantasma. Llegó a la tierra. Justo al sitio donde estaba el cerezo en flor y la niña que se había arrimado a su sombra. Sopló suave, como lo hacen las brisas. Apenas dos o tres pinceladas lilas suspendidas en el aire, se desprendieron de la nada y cayeron sobre la mejilla de la niña.

Ella sintió una delicada cosquilla sobre su piel: abrió por un instante sus ojos y sonrió. – ¡Caray! –dijo Turbel sorprendido. Se sentía mareado de tanta felicidad. Y no pudo resistir las ganas de ponerse a dar volteretas hasta que se convirtió en una brisa bailarina. Levantaba hojas aquí, flores allá, formando pequeños remolinos. La niña se levantó y en medio de sonoras carcajadas, empezó a corretear tras ellos tratando de atraparlos. Pasaron horas y horas y Turbel y la niña no paraban de jugar y de bailar. A ninguno de los dos les importaba que el tiempo pasara... ¡Eran tan, pero tan felices!

Y Colorín Colorado 

lunes, 1 de abril de 2013

CUENTO AVENTURERO


BILL  EL LAGARTO. Lewis Carroll.


Ahora a contar las aventuras de Alicia en la casa del Conejo Blanco.

Recuerdas que al Conejo Blanco se le cayeron los guantes y el abanico del susto que se llevó al oír la voz de Alicia que parecía venir del cielo. Bueno, comprenderás que no podía presentarse a visitar a la Duquesa sin guantes y sin abanico; de manera que al cabo de un rato volvió para buscarlos.

Para entonces ya se habían marchado el Dodo y las demás criaturas extrañas, y Alicia estaba deambulando solita por allí.

¿Y qué crees que hizo el Conejo? ¡En realidad creyó que Alicia era su doncella, y empezó a darle órdenes! «¡Mary Ann!» le dijo. «¡Vete a casa y tráeme un par de guantes y un abanico!» «¡Ahora, deprisa!»

Tal vez con esos ojos de color de rosa no veía muy bien. Porque sin duda Alicia no tiene aspecto de doncella ¿verdad? Pero ella era una niña muy amable, y no se sintió nada ofendida, sino que salió a todo correr tan rápido como pudo hacia la casa del Conejo.

Por fin encontró la puerta abierta; porque si hubiera tenido que llamar al timbre, supongo que habría salido a abrir la verdadera Mary Ann: y esa no habría dejado entrar a Alicia por nada del mundo. Y menos mal que tampoco apareció Mary Ann mientras Alicia corría escaleras arriba: ¡porque me temo que hubiera tomado a Alicia por una ladrona!

Por fin descubrió la habitación del Conejo: y había un par de guantes sobre la mesa, y ya los iba a coger y marcharse, cuando vio un frasquito en la mesa. ¡Y naturalmente en la etiqueta ponía «BEBEME»! ¡Y naturalmente Alicia bebió un poco!

Bien, pues yo creo que también eso fue una suerte ¿no crees tú? Porque si no hubiera bebido nada, no habría ocurrido toda esta aventura maravillosa que te voy a contar. Y eso hubiera sido una pena, ¿no?.

Ya vas conociendo tan bien las aventuras de Alicia, que me apuesto a que te imaginas lo que ocurrió a continuación. Y si no te lo imaginas te lo contaré.

Creció, y creció, y creció. Y en muy poco tiempo la habitación estaba llena de Alicia: ¡Exactamente igual que un tarro está lleno de mermelada! ¡Había Alicia hasta en el techo; y Alicia estaba en todos los rincones de la habitación!


La puerta abría hacia el interior, y naturalmente no había sitio para abrirla: y cuando el Conejo se cansó de esperar y vino él mismo a buscar sus guantes, naturalmente no pudo entrar.

¿Y qué crees que hizo entonces? Envió al Lagarto Bill al tejado, y le mandó bajar por la chimenea. Pero resulta que Alicia tenía un pie en el hogar: y cuando oyó que Bill bajaba por la chimenea, nada más dio una patada muy flojita ¡y Bill salió volando por los aires!

¡Pobrecito Bill! ¿No te da mucha pena? ¡Qué susto debió haber pasado!


Y Colorín Colorado