miércoles, 25 de mayo de 2016

CUENTO AVIADOR

EL  NIÑO AL  QUE LA  LUNA LE  CONCEDIÓ  UN  DESEO  Maythe. Morán
Era una noche de aquellas en donde la brisa trae ilusiones y tiempos felices. Este niño, que amaba los aviones tanto como la luna y las estrellas, fue con su papá y su mamá a parquearse cerca de un pequeño aeropuerto, deseando poder encontrar un avión de verdad, al cual poder verle la panza cuando pasara volando sobre ellos. Y ahí estaban los tres, callados, ansiosos y esperando en silencio, y el niño dejó de pronto ir una pregunta: “¿Qué estamos esperando?”. “A que venga un avión y nos pase volando de cerquita”, le contestó su papá, con los ojos puestos en la inmensidad del cielo. 

Pasaba el tiempo (siempre lento ante los ojos infantiles) y el niño, señalando con su dedito travieso dijo: “No hay aviones, pero ahí está la luna”, mientras miraba embelesado el gigantesco disco de plata del que tantas veces su mamá le había hablado, igualito al que ella misma le había pegado en sus paredes, con recortes de papeles tornasolados. “Pero no hay estrellas”, dijo despacito, pensando que quizás tenían demasiado frío como para salir esta noche. “Pregúntele a la luna por qué no hay aviones esta noche”, le sugirió la mamá. Y entonces, la luna con su voz de sueño le contestó al bebé: “Te voy a decir un secreto: cada vez que veas una estrella fugaz pide un deseo y yo, que las conozco a todas ellas, lo sabré y te lo haré realidad”. En ese momento, perdida entre tanto azul y tanta oscuridad, una estrella abrió lentamente sus ojos de luz. Y entonces el niño, con el atrevimiento ingenuo de los primeros años pidió: “Yo lo único que quiero es ver un avión, de cerca, con todos sus ruidos y sus alas de metal”. Y en ese preciso momento, la estrella empezó a parpadear y el eco del deseo del niño se fue apagando, al mismo tiempo que la estrella parecía brillar con más intensidad. El corazón curioso del niño palpitaba con anticipación y repetía su deseo en silencio. Sus ojos se fijaron en la estrella y en su brillo, y empezó a lo lejos a hacerse escuchar un sonido. “¿Qué es?”, preguntó, y su mamá, con una sonrisa dijo: “Es la luna, trabajando para hacer tu deseo realidad”. 

La estrella empezó a cambiar de color, al mismo tiempo que aumentaba su tamaño, y un parpadeo del niño fue suficiente para que de repente viera sobre el carro de su papá la enorme panza plateada de un avión, sintiera sobre su carita la rápida brisa y llenara sus ojitos con los destellos que saltaban de las alas de la gigantesca máquina con la que soñaba día y noche. Se quedó inmóvil, siguió con sus ojos al avión hasta que la noche se lo tragó y su alma pequeñita se llenó de felicidad y se regocijó de paz. Y es cuando aprendió a creer en la luna y en las estrellas, y a esperar pacientemente a que en cualquier momento los deseos se hagan realidad.


Y Colorín  Colorado....

martes, 10 de mayo de 2016

CUENTO ALUMBRADOR

LA PEQUEÑA LUCIÉRNAGA. CUENTO TAILANDÉS

Había una vez una comunidad de luciérnagas que habitaba el interior de un gigantesco lampati, uno de los árboles más majestuosos y antiguos de Tailandia. Cada noche, cuando todo se volvía oscuro y apenas se escuchaba el leve murmurar de un cercano río, todas las luciérnagas salían del árbol para mostrar al mundo sus maravillosos destellos. Jugaban a hacer figuras con sus luces, bailando al son de una música inventada para crear un sinfín de centelleos luminosos más resplandeciente que cualquier espectáculo de fuegos artificiales. 

Pero entre todas las luciérnagas del lampati había una muy pequeñita a la que no le gustaba salir a volar. - No, hoy tampoco quiero salir a volar -decía todos los días la pequeña luciérnaga-. Id vosotros que yo estoy muy bien aquí en casita. Tanto sus padres como sus abuelos, hermanos y amigos esperaban con ilusión la llegada del anochecer para salir de casa y brillar en la oscuridad. Se divertían tanto que no comprendían por qué la pequeña luciérnaga no les quería acompañar. Le insistían una y otra vez, pero no había manera de convencerla. La pequeña luciérnaga siempre se negaba. 

-¡Que no quiero salir afuera! -repetía una y otra vez-. ¡Mira que sois pesados! Toda la colonia de luciérnagas estaba muy preocupada por su pequeña compañera. -Tenemos que hacer algo -se quejaba su madre-. No puede ser que siempre se quede sola en casa sin salir con nosotros. -No te preocupes, mujer -la consolaba el padre-. Ya verás como cualquier día de estos sale a volar con nosotros. Pero los días pasaban y pasaban y la pequeña luciérnaga seguía encerrada en su cuarto. 
Una noche, cuando todas las luciérnagas habían salido a volar, la abuela de la pequeña se le acercó y le preguntó con mucha delicadeza: -¿Qué es lo que ocurre, mi pequeña? ¿Por qué no quieres venir nunca con nosotros a brillar en la oscuridad? 

-Es que no me gusta volar-, respondió la pequeña luciérnaga. -Pero, ¿por qué no te gusta volar ni mostrar tu maravillosa luz? -insistió la abuela luciérnaga. -Pues... -explicó al fin la pequeña luciérnaga-. Es que para qué voy a salir si nunca podré brillar tanto como la luna. La luna es grande, y muy brillante, y yo a su lado no soy nada. Soy tan diminuta que en comparación parezco una simple chispita. Por eso siempre me quedo en casa, porque nunca podré brillar tanto como la luna. 

La abuela había escuchado con atención las razones de su nieta, y le contestó: -¡Ay, mi niña! hay una cosa de la luna que debería saber y, visto o visto, desconoces. Si al menos salieras de vez en cuando, lo habrías descubierto, pero como siempre te quedas en el árbol, pues no lo sabes. -¿Qué es lo que he de saber y no sé? -preguntó con impaciencia la pequeña luciérnaga. -Tienes que saber que la luna no tiene la misma luz todas las noches -le contestó la abuela-. La luna es tan variable que cada día es diferente. Hay días en los que es grande y majestuosa como una pelota, y brilla sin cesar en el cielo. Pero hay otros días en los que se esconde, su brillo desaparece y el mundo se queda completamente a oscuras. 

-¿De veras hay noches en las que la luna no sale? -preguntó sorprendida la pequeña luciérnaga. -Así es -le confirmó la abuela. La luna es muy cambiante. A veces crece y a veces se hace pequeñita. Hay noches en las que es grande y roja y otras en las que desaparece detrás de las nubes. En cambio tú, mi niña, siempre brillarás con la misma fuerza y siempre lo harás con tu propia luz. La pequeña luciérnaga estaba asombrada ante tal descubrimiento. Nunca se había imaginado que la luna pudiese cambiar y que brillase o se escondiese según los días. 

Y a partir de aquel día, la pequeña luciérnaga decidió salir a volar y a bailar con su familia y sus amigos. Así fue como nuestra pequeña amiguita aprendió que cada uno tiene sus cualidades y, por tanto, cada uno debe brillar con su propia luz. 

Y Colorín Colorado…