Un día el diablo, con voz ronca y fea, le dijo a un diablito que estaba a su lado: "Tengo ganas de pasear. Estoy cansado de vivir en este hueco del infiermo, y me voy a conocer mundo, a viajar en aviones y en trenes, a montar en buque y en burritos orejones. Quiero recorrer la tierra toda, y sembrar el mal por donde vaya pasando". El diablito a quien dijo el diablo todas estas cosas, no respondió nada, pero movió la cola, como para decir que no le importaba que el diablo grande se fuera. Pasados algunos días de mucho calor, pues eran días pasados en los mismos infiernos, el diablo comenzó a viajar, con su cara de diablo, y con una maleta llena de espejitos y chucherías para engañar a los niños y a los hombres. Pero antes de partir, el demonio dejó todas sus cosas muy bien arregladas en el infierno. Dejó hasta la dirección de los hoteles y los países que iba a visitar.
El diablo, al verse en una tierra tan linda, en una tierra igual al paraíso, pensó que lo mejor era quedarse un tiempo allí y dedicarse a la maldad. Lo primero que hizo fue matar una mariposa que pasó a su lado. Después, con un carbón encendido que tenía guardado en el bolsillo, quemó a un niño que estaba recogiendo flores en el campo, y más tarde, a la entrada de un pueblo, le robó el sombrero a un ciego que estaba sentado al borde del camino. Finalmente, el diablo entró al pueblo, sin dejarse ver de la gente que a esa hora estaba rezando o cantando, y se escondió en la alcaldía, debajo de unas escopetas que estaban recostadas a la pared. Allí pasó la noche haciendo planes para el día siguiente, y comiendo sapos, ratones, cueros de tigre, y pedazos de cementerio. Nadie se enteró aquella noche de que el diablo estaba en el pueblo, y todos los habitantes durmieron tranquilamente. Algunos hasta soñaron con ovejitas blancas y velas encendidas a los pies del Niño Jesús, porque era diciembre y por todo el cielo se veían pasar ángeles con resplandores en las alas.
Pero volvamos a los pasos del diablo. El enemigo malo, como dicen algunas viejitas arrugadas y cariñosas, después de pasar la noche en la alcaldía, se levantó muy temprano y se dirigió a la zapatería del pueblo: Como era muy temprano y el zapatero no había llegado aún, el diablo tuvo que esperar un buen rato, y resignarse a que las personas que pasaban para misa lo miraran extrañamente. Al fin llegó el zapatero, recién bañado, y con un bigote muy grande y muy gracioso sobre la boca. El diablo saludó al recién llegado con mucha simpatía, y le dijo que necesitaba unos zapatos nuevos. El zapatero, que era un hombre bueno, y que estaba enseñado a tratar con gente honrada, le respondió al diablo que lo iba a atender con gusto, y lo invitó a entrar a la zapatería. El demonio se sentó en un taburete de cuero y empezó a medirse zapatos de todos los tamaños, y al fin se quedó con unos grandotes, que parecían fabricados con cuero de elefante. Después pagó la cuenta, con billetes manchados de sangre, y salió con los zapatos puestos. El zapatero se quedó en la puerta de la zapatería, acariciándose el bigote con una mano, y con la otra rascándose la nuca.
Pero la noticia de que el diablo estaba en aquel país de ríos largos y de madres dulces, se extendió rápidamente por ranchos, pueblos, palacios y ciudades. Nadie se quedó sin saber que era el mismo diablo el que estaba pisando los caminos, las flores, las hormigas, las cabecitas de los grillos, y los ojitos de las lagartijas. Nadie se quedó sin saber, tampoco, que el demonio estaba calzado con unos zapatos grandotes y crueles, y que estos zapatos echaban chispas y olían a pólvora y a muerto. Entonces los hombres, las mujeres, los niños, y hasta los viejos que tienen que apoyarse en un bastón para poder caminar, se juntaron para perseguir al diablo y acabar con él. Los hombres abrieron huecos en los caminos para que el patas se cayera en ellos. Las mujeres se pusieron a rezar y a quemar ramo bendito en todos los rincones de las casas. Los niños, con gorros de papel, se montaron en sus caballitos de madera, y se fueron a cuidar los nidos de los azulejos. Y los ancianos clavaron los bastones en las montañas, como espadas, para indicar que ellos también estaban en la guerra contra el demonio.
Cuando el diablo se dio cuenta de que toda la gente de aquel país, con palos y con piedras y con gritos, lo estaban persiguiendo, se amarró bien los zapatos, y empezó a caminar más rápidamente, y a mirar para atrás, como los ladrones que temen ser alcanzados por los policías. Desde entonces la vida del diablo fue muy dura. No pudo volver a dormir ni a descansar. Día y noche andaba y andaba, día y noche sufría caídas y tropezones, día y noche mordía polvo y piedras puntiagudas. Sin embargo, el diablo no dejaba de hacer el mal, y por donde pasaba, como era su costumbre, pisaba los maizales, y los dejaba envueltos en llamas, en humo y en azufre.
Pero la verdad era que los zapatos del diablo se seguían gastando. Con los tropezones las costuras se reventaron, finalmente, y las suelas se doblaron como lenguas de vacas tristes. El diablo, casi descalzo, seguía corriendo, y dejando en el suelo pedazos de sus zapatos rotos. Hasta que empezaron las espinas a herir los pies del fugitivo. El pobre diablo ya no sabía qué camino tomar. Constantemente se detenía para descansar un poco, pero haciendo un esfuerzo terrible, y acosado por los perseguidores, que prácticamente lo tenían sitiado, lograba reanudar la marcha. Al fin, el diablo perdió todas sus fuerzas, y cayó al suelo pesadamente, y con la cara llena de sudor y de lágrimas.
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