LAS ILUSIONES. ESCRITORA ARGENTINA DE CUENTOS INFANTILES.
¡Alto ahí! Dijeron al unísono todos los soldados de la guardia real. ¡No puede escapar, atrápenlo! Gritó el de mayor rango. Sin embargo y a pesar del esfuerzo de todos, el ladrón escapó. No se trataba de un ladrón común de los que vagan por las calles robando fruta de los puestos del mercado o monedas de oro. Desencanto, así se llama el ladrón de este cuento, robaba principalmente ilusiones. Así de extraño como parece.
Robaba las ilusiones de la gente y despojaba a las personas de sus sueños y esperanzas. Tal vez se preguntarán ¿por qué hacía esto? Pues bien, siendo niño, Desencanto había sido víctima de un hechizo. Un brujo muy malvado lo privó de toda ilusión. Alguien que crece sin saber lo que son las ilusiones, sueños y esperanzas no crece bien y no vive mejor. Este joven creció deseando tener una ilusión, por pequeña que fuera, pero no lo había logrado. Desencanto había consultado a cuanto mago había en el pueblo y en el reino también, pero nadie había podido solucionar su problema, lo cual lo desencantaba más aún.
Sin esperanzas ni ilusiones, decidió robar los sueños de los demás habitantes de la comarca, creyendo así que algún día tendría el propio. No era tarea fácil robar algo tanto más valioso que monedas de oro, plata o piedras preciosas, pues lo que Desencanto verdaderamente quería robar era lo que no se podía tocar, aquello que está muy dentro de uno, pero aún así se las ingeniaba muy bien. Observaba mucho a las personas y al cabo de un tiempo aprendía qué era lo que más deseaban y de un modo u otro, se lo quitaba. Observaba a las mujeres en los puestos de telas y atuendos y veía quién miraba cada vestido. Podía ver en los ojos de esas mujeres la ilusión de verse más hermosas, de lucir más elegantes. Al cabo de un tiempo, robaba los vestidos más admirados y cuando las mujeres iban a comprarlos ya no estaban. Su ilusión de estar más bellas desaparecía junto con las prendas robadas. Miraba a los niños pobres y sus caritas frente a los puestos del mercado llenos de ricas frutas y verduras. Sabía que la ilusión de esos niños era no pasar hambre y poder alimentarse bien. Entonces, robaba la mercadería para que los chiquitos perdieran su esperanza de poder alimentarse algún día como debían.
Al cabo de un tiempo, el pueblo todo quedó sin ilusiones y se convirtió en el más triste de todo el territorio. No había sueños, ni esperanzas. No vayan a creer que Desencanto estaba mejor. La fantasía de robar ilusiones ajenas para tener la propia, no había dado resultado. Ahora no sólo él no tenía ningún sueño, sino que los demás tampoco. Los días transcurrían grises y aburridos. Hasta que al pueblo llegó Encantada, una princesa cuyo carruaje se había averiado y tuvo que detenerse allí para que lo pudieran arreglar. Mientras soldaban los herrajes de las ruedas, Encantada decidió conocer el pueblo. Lo que vio la entristeció. La gente no sonreía, los niños no reían, las personas parecían no tener nada bueno en sus vidas. De repente posó sus ojos en un joven que si bien tampoco sonreía, tenía algo en su mirada que llamó poderosamente la atención de la princesa. El joven era Desencanto, el ladrón. La princesa, sin saber a qué se dedicaba el joven y menos aún que él era el responsable de la desgracia del pueblo, se acercó a conversar con él. Le contó quién era y porque estaba allí y luego le preguntó cómo se llamaba. Cuando el ladrón le contestó, la princesa quedó impresionada, pues él era Desencantado y ella Encantada, sus nombres significaban cosas absolutamente opuestas. Más desconcertada aún quedó cuando preguntó al joven a qué se dedicaba y éste no pudo, o mejor dicho, no quiso responderle.
¿Qué pasa con la gente de este pueblo? ¿Por qué no sonríe? Pareciera que no tienen nada lindo en qué pensar, como si les hubieran robado las ilusiones. Agregó Encantada. Desencanto enrojeció. Sintió que la princesa lo estaba acusando, cosa que no era así pues nada sabía de él. Dispuesta a saber qué pasaba se dirigió a hablar con la gente y averiguar lo que ocurría. Mientras caminaba por las calles del pueblo, no podía olvidarse del joven. Había en él algo triste que la conmovía, algo que también tenía que averiguar. Conversó con cuanta persona pudo y todos le contaron acerca de Desencanto. Lejos de desilusionarse, Encantada -quien sí estaba llena de sueños e ilusiones- pensó que por algo su carruaje se había detenido en aquel pueblo, que algo importante ella tenía que hacer allí.
Deseó con todo su corazón devolverle la sonrisa a la gente, los sueños, las esperanzas. Deseó con toda su alma poder romper el hechizo que tan infeliz había hecho al joven y en consecuencia al pueblo. Todo el tiempo que tardaron en arreglar su carruaje, la princesa lo pasó con Desencanto. Ya no hacía preguntas, sólo le contaba cosas hermosas sobre sus tierras y su reino. La princesa se sentía a gusto con el joven, ella podía ver que, detrás de ese ladrón que dejaba a la gente sin ilusiones, había una persona que sufría y que quería ser diferente. El joven notó que por primera vez no lo miraban con rechazo, que no huían de él. La actitud de la princesa lo conmovió y su belleza y bondad comenzaron a enamorarlo. Cuando todo estuvo listo, Encantada tuvo que partir, no sin antes decirle al joven que volvería.
Espérame, pronto volveré y verás que las cosas no serán iguales, dijo Encantada. Desencanto se quedó muy triste, no quería que la princesa se fuese, no podía dejar de pensar en ella. Al principio era sólo eso, tristeza, pero poco a poco el joven ladrón empezó a tener sensaciones que desconocía o mejor dicho, no recordaba. No dejaba de pensar en sus palabras, ella había dicho que volvería y que todo sería diferente. Recordaba sus ojos, su voz, su cabello, pero por sobre todas las cosas la forma en que lo había mirado y la promesa de su regreso. Los días pasaban y las sensaciones que el joven sentía cambiaban. Tristeza, angustia, expectativa y de repente, lo inesperado ocurrió: ilusión. Para sorpresa de Desencanto, por primera vez desde que había sido hechizado, tenía una ilusión: que la princesa volviera. No podía creer lo que sentía, no entendía qué había pasado con el hechizo ¿se habría roto, pero cómo? Lo cierto era que soñaba con que volviera, tenía la esperanza que así lo hiciera y la ilusión que Encantada también se enamorase de él.
En medio de su felicidad por volver a tener sueños, el joven no entendía cómo se había producido el milagro y quién había roto el maldito hechizo. Lo que Desencanto luego comprendió es que lo que sentía era un verdadero amor por Encantada y el amor todo lo puede. No hay hechizo que no pueda ser vencido por el amor, él viene de la mano de las ilusiones, esperanzas y sueños. No había que esperar a nadie, su corazón enamorado había resuelto su problema. Ahora había que aguardar a que su ilusión se hiciera realidad, pero mientras tanto, Desencanto decidió enmendar algunas cosas. Comenzó por devolverles a las personas sus ilusiones, devolvió los hermosos vestidos a las tiendas, compró frutas y verduras para los hambrientos, se preocupó porque todos en el pueblo volvieran a sonreír frente a algún sueño, alguna esperanza, la que fuese.
Y, como en los cuentos de hadas, la princesa volvió. Ya no encontró un pueblo triste y desolado. La gente ahora sonreía, soñaba, cantaba, reía. Encantada preguntó qué había sucedido y se sintió feliz de saber que quien había provocado el dolor del pueblo, lo había reparado. Ya no vio en el joven esos ojos tristes de antes, ahora había chispas de esperanza en ellos. La ilusión de la princesa también se había hecho realidad, el hechizo ya no existía, ahora había un joven transformado por el amor. Ya no había gente triste, había un pueblo que reía y tenía esperanzas. Se alegraba de haber vuelto, se dio cuenta que desde un primer momento había amado a ese joven ladrón, pero que ya no hacía falta enmendar nada, pues el amor se había encargado de hacerlo todo.
Y Colorín Colorado
Robaba las ilusiones de la gente y despojaba a las personas de sus sueños y esperanzas. Tal vez se preguntarán ¿por qué hacía esto? Pues bien, siendo niño, Desencanto había sido víctima de un hechizo. Un brujo muy malvado lo privó de toda ilusión. Alguien que crece sin saber lo que son las ilusiones, sueños y esperanzas no crece bien y no vive mejor. Este joven creció deseando tener una ilusión, por pequeña que fuera, pero no lo había logrado. Desencanto había consultado a cuanto mago había en el pueblo y en el reino también, pero nadie había podido solucionar su problema, lo cual lo desencantaba más aún.
Sin esperanzas ni ilusiones, decidió robar los sueños de los demás habitantes de la comarca, creyendo así que algún día tendría el propio. No era tarea fácil robar algo tanto más valioso que monedas de oro, plata o piedras preciosas, pues lo que Desencanto verdaderamente quería robar era lo que no se podía tocar, aquello que está muy dentro de uno, pero aún así se las ingeniaba muy bien. Observaba mucho a las personas y al cabo de un tiempo aprendía qué era lo que más deseaban y de un modo u otro, se lo quitaba. Observaba a las mujeres en los puestos de telas y atuendos y veía quién miraba cada vestido. Podía ver en los ojos de esas mujeres la ilusión de verse más hermosas, de lucir más elegantes. Al cabo de un tiempo, robaba los vestidos más admirados y cuando las mujeres iban a comprarlos ya no estaban. Su ilusión de estar más bellas desaparecía junto con las prendas robadas. Miraba a los niños pobres y sus caritas frente a los puestos del mercado llenos de ricas frutas y verduras. Sabía que la ilusión de esos niños era no pasar hambre y poder alimentarse bien. Entonces, robaba la mercadería para que los chiquitos perdieran su esperanza de poder alimentarse algún día como debían.
Al cabo de un tiempo, el pueblo todo quedó sin ilusiones y se convirtió en el más triste de todo el territorio. No había sueños, ni esperanzas. No vayan a creer que Desencanto estaba mejor. La fantasía de robar ilusiones ajenas para tener la propia, no había dado resultado. Ahora no sólo él no tenía ningún sueño, sino que los demás tampoco. Los días transcurrían grises y aburridos. Hasta que al pueblo llegó Encantada, una princesa cuyo carruaje se había averiado y tuvo que detenerse allí para que lo pudieran arreglar. Mientras soldaban los herrajes de las ruedas, Encantada decidió conocer el pueblo. Lo que vio la entristeció. La gente no sonreía, los niños no reían, las personas parecían no tener nada bueno en sus vidas. De repente posó sus ojos en un joven que si bien tampoco sonreía, tenía algo en su mirada que llamó poderosamente la atención de la princesa. El joven era Desencanto, el ladrón. La princesa, sin saber a qué se dedicaba el joven y menos aún que él era el responsable de la desgracia del pueblo, se acercó a conversar con él. Le contó quién era y porque estaba allí y luego le preguntó cómo se llamaba. Cuando el ladrón le contestó, la princesa quedó impresionada, pues él era Desencantado y ella Encantada, sus nombres significaban cosas absolutamente opuestas. Más desconcertada aún quedó cuando preguntó al joven a qué se dedicaba y éste no pudo, o mejor dicho, no quiso responderle.
¿Qué pasa con la gente de este pueblo? ¿Por qué no sonríe? Pareciera que no tienen nada lindo en qué pensar, como si les hubieran robado las ilusiones. Agregó Encantada. Desencanto enrojeció. Sintió que la princesa lo estaba acusando, cosa que no era así pues nada sabía de él. Dispuesta a saber qué pasaba se dirigió a hablar con la gente y averiguar lo que ocurría. Mientras caminaba por las calles del pueblo, no podía olvidarse del joven. Había en él algo triste que la conmovía, algo que también tenía que averiguar. Conversó con cuanta persona pudo y todos le contaron acerca de Desencanto. Lejos de desilusionarse, Encantada -quien sí estaba llena de sueños e ilusiones- pensó que por algo su carruaje se había detenido en aquel pueblo, que algo importante ella tenía que hacer allí.
Deseó con todo su corazón devolverle la sonrisa a la gente, los sueños, las esperanzas. Deseó con toda su alma poder romper el hechizo que tan infeliz había hecho al joven y en consecuencia al pueblo. Todo el tiempo que tardaron en arreglar su carruaje, la princesa lo pasó con Desencanto. Ya no hacía preguntas, sólo le contaba cosas hermosas sobre sus tierras y su reino. La princesa se sentía a gusto con el joven, ella podía ver que, detrás de ese ladrón que dejaba a la gente sin ilusiones, había una persona que sufría y que quería ser diferente. El joven notó que por primera vez no lo miraban con rechazo, que no huían de él. La actitud de la princesa lo conmovió y su belleza y bondad comenzaron a enamorarlo. Cuando todo estuvo listo, Encantada tuvo que partir, no sin antes decirle al joven que volvería.
Espérame, pronto volveré y verás que las cosas no serán iguales, dijo Encantada. Desencanto se quedó muy triste, no quería que la princesa se fuese, no podía dejar de pensar en ella. Al principio era sólo eso, tristeza, pero poco a poco el joven ladrón empezó a tener sensaciones que desconocía o mejor dicho, no recordaba. No dejaba de pensar en sus palabras, ella había dicho que volvería y que todo sería diferente. Recordaba sus ojos, su voz, su cabello, pero por sobre todas las cosas la forma en que lo había mirado y la promesa de su regreso. Los días pasaban y las sensaciones que el joven sentía cambiaban. Tristeza, angustia, expectativa y de repente, lo inesperado ocurrió: ilusión. Para sorpresa de Desencanto, por primera vez desde que había sido hechizado, tenía una ilusión: que la princesa volviera. No podía creer lo que sentía, no entendía qué había pasado con el hechizo ¿se habría roto, pero cómo? Lo cierto era que soñaba con que volviera, tenía la esperanza que así lo hiciera y la ilusión que Encantada también se enamorase de él.
En medio de su felicidad por volver a tener sueños, el joven no entendía cómo se había producido el milagro y quién había roto el maldito hechizo. Lo que Desencanto luego comprendió es que lo que sentía era un verdadero amor por Encantada y el amor todo lo puede. No hay hechizo que no pueda ser vencido por el amor, él viene de la mano de las ilusiones, esperanzas y sueños. No había que esperar a nadie, su corazón enamorado había resuelto su problema. Ahora había que aguardar a que su ilusión se hiciera realidad, pero mientras tanto, Desencanto decidió enmendar algunas cosas. Comenzó por devolverles a las personas sus ilusiones, devolvió los hermosos vestidos a las tiendas, compró frutas y verduras para los hambrientos, se preocupó porque todos en el pueblo volvieran a sonreír frente a algún sueño, alguna esperanza, la que fuese.
Y, como en los cuentos de hadas, la princesa volvió. Ya no encontró un pueblo triste y desolado. La gente ahora sonreía, soñaba, cantaba, reía. Encantada preguntó qué había sucedido y se sintió feliz de saber que quien había provocado el dolor del pueblo, lo había reparado. Ya no vio en el joven esos ojos tristes de antes, ahora había chispas de esperanza en ellos. La ilusión de la princesa también se había hecho realidad, el hechizo ya no existía, ahora había un joven transformado por el amor. Ya no había gente triste, había un pueblo que reía y tenía esperanzas. Se alegraba de haber vuelto, se dio cuenta que desde un primer momento había amado a ese joven ladrón, pero que ya no hacía falta enmendar nada, pues el amor se había encargado de hacerlo todo.
Y Colorín Colorado
Hola Tita formirable cuento. Tendremos que repetirlo una y otra vez a nosotros los grandes.
ResponderEliminarQue la ilusión se ve que la robo un mago y la queja se puso de moda.
BUENA SEMANA.
RISOABRAZOS
hola tita,menos mal que siempre aparece una buena princesa para devolver la alegria a los pueblos y a sus habitantes.
ResponderEliminarme encanto el cuento amiga y me gusto tambien por haber elegido una cuenta cuentos argentina,gracias por editarlo.
un fuerte abrazo y feliz semana!!!!!!!!!!